lunes, 28 de marzo de 2016

Tengo enmarcado mi silencio


  Se rompen los cristales y los espejos, las tormentas y los sueños. Nacen las luces del día y mueren las flores de un día.

Me metieron en la misma celda que estuve hace treinta años. Víctor el chico de la celda 4, se pasó la primera noche golpeando la puerta metálica y gritando desesperadamente. Yo intentaba taparme los oídos con los dedos para no oír sus lamentos mientras sentía una enorme pena por él y por mí. Me recordó a mí cuando tenía su edad y estaba encerrado en esa celda.

Mordemos la tristeza porque no tenemos tiempo, secamos al sol las sábanas que mojamos. Abrimos las puertas para que entre la música, cerramos corazones porque están helados.  

El hombre rubio de la celda 7 le gritaba que se callase de una maldita vez. Como si el silencio fuese algo bueno.
Los dos rumanos, ambos en diferentes celdas, hablaban entre ellos en su idioma, cuando nos llevaron a todos a declarar, pude verles las caras en aquella minúscula celda de Vía Alemania, con aquellas paredes llenas de pintadas y sangre y aquel olor nauseabundo a podrido.

Rozamos nuestra nariz con el frío, estornudamos cuando un mal pensamiento nos sopla. Descolgamos teléfonos que no marcamos. Encontramos la manera, nos quedamos y nos fuimos. Inventamos el escenario, los personajes y la banda sonora.

A los chicos rumanos la policía les había dado una buena paliza. Uno de ellos, el mayor, tenía la cara destrozada. Al otro le habían abierto la frente.

Suenan las notas de una canción, aplaudimos con la mirada y nos fundimos en besos. O en negro.
Construimos sin plano y sin plano borramos. Apartamos ropa con los dedos y el pelo de la nuca, besamos gestos según la hora del día, corrimos pisando charcos y aparcamos coches en carreteras perdidas.

En el furgón policial que nos trasladó a los juzgados, yo fui esposado junto al más joven de los rumanos. Víctor, el chico que lloraba y pataleaba y moría por que le sacasen de allí, me preguntó dónde había estado todo ese tiempo. Dijo que no me había oído. “En la misma celda en la que estuve hace treinta años”, le contesté. Me gané su respeto con ese silencio de pared. Con esa forma de estar aterrado, pero elegante. Una cierta simpatía silenciosa. Un dolor apagado con la potencia de una bomba.
Pero cuando el juez decretó mi libertad sin fianza, y salí de allí con todas mis pertenencias en una bolsa de plástico con mi nombre mal escrito, los pantalones manchados de orina, y aquellas terribles ganas de fumar, me eché a llorar en plena calle , mientras intentaba encordar mis zapatos, mientras intentaba reconstruir lo poco que quedaba de mí. Y nadie, absolutamente nadie, me estaba esperando.

No hay cartas en el buzón escritas con su letra desordenada. Esa frase que te ha dicho está haciendo fuego en tu estómago. Saber si sonríe con tu respuesta sin oír el temblor de su voz.
Escribir sobre el sonido de sus pasos hacia la cama. Soñar con que te escribe un guiño en un posavasos.
Querer prepararle café aunque eso te situé en desigualdad. Encontrarte frente a frente con él ante el espejo y ver un reflejo de complicidad.
Poner una canción y no necesitar explicarla.                 


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