viernes, 25 de marzo de 2016

Parece mentira



Parece mentira, mi padre nació en el barrio de los Recogidos. El nombre brilla como la luna. El nombre, abre un camino en el sueño y el hombre camina por ese sendero. El sendero de llegada o de salida del infierno. A eso se reduce todo. Acercarse o alejarse del infierno. Cuando perdimos, me contó mi madre, cambiaron el nombre al barrio por “El tiro nacional”.

He abierto los ojos en la oscuridad. Con lentitud abrí los ojos en la oscuridad total y solo vi o imaginé aquel nombre: barrio del Tiro Nacional, fulgurante como la estrella del destino.

Mi padre fue un cantante renegado. Pobre como las ratas, apareció una noche por Jaén cantando en tabernas y burdeles. Algunos creyeron que era un agente de los servicios secretos, pero en realidad no era más que otro republicano, mi madre evitó que lo mataran escondiéndolo en “La casa del pueblo”. Vivieron juntos cuatro meses, hasta donde yo sé, y luego mi padre desapareció.

Él siguió deslizándose hasta desaparecer, hasta no dejar rastro. Estaba solo y se movía entre las masas afiebrado y sin amor, lleno de pasión y vacío de esperanza. Cuando nací me pusieron por nombre José, pero siempre me han llamado Colorín. A mi padre lo llamaban El Niño Colorín y así fue como mi madre me inscribió en el registro civil. Todo legal. José Colorín. Hasta fui bautizado en la fe católica. Mi madre, sin duda, era una soñadora.

Todos los sueños son reales. Me parece que nunca, ni en los peores años, rechazó la posibilidad de ser feliz. Fue camarera, vendió sangre, hizo de puta. Siempre buscando el hueco, deambulando por la ciudad enganchada, cada día más delgada.

Esa noche echaron a rodar los dados por la Séptima Avenida.

Algo cambió para siempre aquella madrugada. El sonido del rayo y la lluvia sobre los cristales. Se estableció, como la peste, el vínculo de la amistad.

El que mejor daba la talla de muerto y el que mejor daba la talla de ausente. También fue el único que sobrevivió en 1949, el único que salió de la prisión provincial de Jaén doce años después, sólo quedaba con vida el Niño Colorín, los demás habían sido asesinados o se los había llevado por delante la enfermedad.

Y sin embargo no hubieran sabido explicar qué era lo que no les gustaba de él, sólo intuían vagamente que era un tipo capaz de atraer la mala suerte y causar desazón en los corazones. Pero los militares y policías corruptos, qué debió pensar de ellos, por las noches, después de alguna reunión agitada. Monos con uniformes, ni más ni menos. Esos monos patéticos e infames. Y en el aire las palabras del comisario de policía, del teniente de aviación, del coronel del Servicio de Inteligencia Militar: queremos lejos a ese pájaro de mal agüero. Supongo que estar con el Niño Colorín era como estar en ninguna parte.

Muchos años después, cuando ya todos estaban muertos, busqué a mi padre. Vivía en un apartamento minúsculo, de una sola habitación, en una calle que daba al mar, en Palma. Trabajaba de camarero en el restaurante de un policía jubilado, el lugar ideal para alguien que temiera ser descubierto. De la casa al trabajo y del trabajo a casa, con una breve escala en una tienda de vídeos donde solía alquilar una o dos películas cada día. Todos los días puntual como un reloj. De su apartamento sin ascensor al restaurante y de allí, entrada la noche, a su apartamento, con las películas bajo el brazo. Lo busqué por capricho, porque me dio la vena. Lo busqué y lo encontré en 1979, fué fácil, no tardé más de una semana. El Colorín tenía entonces cuarenta y nueve años y aparentaba diez más. No se sorprendió al llegar a casa y encontrarme sentado en la cama. Le dije quién era, le recordé a mi madre. El Colorín cogió una silla y al sentarse se le cayeron los vídeos. Siempre fuiste un niño listo, dijo, cuando eras pequeño nunca te hice daño. ¿Lo recuerdas? nunca traicioné a nadie, nunca maté a nadie. Luego recogió las películas del suelo, y se echó a llorar. No llores, le dije, no vale la pena. Un padre de la patria, corroboró el. Tenía razón. Durante mucho rato permanecimos en silencio: sólo quería verlo y recordar mi pasado, la felicidad desapareció en algún lugar de la tierra y sólo queda el asombro. Un asombro constante, hecho de cadáveres y de personas comunes y corrientes. Pero ni siquiera puse mi mano en su hombro. En el barrio de los Recogidos no hubo nadie como tú, dije. Luego me levanté con mucho cuidado y me marché.







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