miércoles, 30 de marzo de 2016

Oyes perros ladrar

Por supuesto, se trata de un amor desdichado. En una época de mi vida, estuve dispuesto a hacer todo por ella, más o menos lo mismo que piensan y dicen todos los enamorados. Ella rompe conmigo. Nunca más visitaré esta ciudad, pienso, porque ella ya no está aquí.
No entiendo nada. Durante mucho tiempo pienso cómo es posible que un ser humano pase de un extremo a otro en sus sentimientos, en sus deseos. Luego me emborracho. Pasan los días.
Al principio, por supuesto, sufro, pero a la larga, como es usual, me repongo. La vida, como dicen en las telenovelas, continúa. Pasan los años.
Hasta aquí la historia es vulgar; lamentable, pero vulgar.

Recibo una llamada.
-Hola, soy S. ¿Estás bien?
-Sí… Bueno, no.
-He leído eso que has colgado en Facebook
-Sí… Ya. No debería haberlo hecho. A veces hago cosas estúpidas.
S. suspira. Yo enciendo un cigarrillo y busco el texto en la pantalla. Primero he de cerrar la pestaña del navegador con todos esos culos enormes.
-¿Quieres contarme qué pasó? –dice S. Su voz suena compasiva. Oigo el chasquido de un mechero al otro lado de la línea.
-Hice el gilipollas y pagué por ello. Ya sabes: siempre que hago el gilipollas pago por ello. No me gusta tener deudas.
-Ponerte literario no hará que te entienda mejor.
Oigo un perro ladrar a través del aparato. También oigo una sirena. Alguien lo está pasando mal, pero no es el conductor de la ambulancia.
-Sólo te he llamado para ver cómo estabas.
-dice S.-. Pero si quieres lo dejamos.
Mientras hablo con S. Estoy leyendo de soslayo el texto. Parece escrito por otro. Eso no soy yo, me digo. Eso es en lo que me he convertido, pero no soy yo. Yo no era así. Yo era el conductor de la ambulancia.
-¿Sigues ahí? – pregunta S.
-Sí.
-¿Me cuentas lo que pasó?
-Ya lo has leído: una sobredosis de speed.
-Ya… ¿Por qué haces esas cosas? ¿Por qué te dejas llevar?
-Saberlo evitaría que lo hiciera. ¿Qué te parece esta frase? ¿Literaria?
El perro sigue ladrando, cada vez más fuerte, con más violencia. Ya no se oye ninguna sirena. Eso me tranquiliza. Quien lo esta pasando mal está más cerca del final. Sea cual sea.
-Te voy a dejar. No debería haberte llamado –dice S.
-De acuerdo… Oye… ¿Ahora tienes un perro?
-¿Un perro? No.
-He estado oyendo ladrar a un perro. Parecía estar cerca de ti.
-Yo no he oído nada…
-¿Seguro que no tienes un perro?
Nos despedimos y cuelgo. Pero no dejo de oír los ladridos.



martes, 29 de marzo de 2016

Golpes


Hubo un momento. Un pequeño y luminoso momento. Con una luz poderosa. Y luego él murió. Y yo hice lo que me habían pedido. Exactamente como todos querían. Dejé aquellas flores blancas allí y no lloré hasta que llegué a casa. Como querían. Y ahora soy quince años mayor.
Y todo, absolutamente todo, pasa por encima de mí.
Los pasos cesaron y ya sólo podía oír mí respiración y un murmullo de voces que me llegaba del otro lado de la puerta. Otro infeliz, pensé. Otro que no se miente. Porque eso es la tristeza: verte tal cual eres. Sin fingimientos. Sin mentiras. Sin ocultamientos. Ver la mentira de los demás como guiones separando cada sílaba de cada palabra con la que intentan hacerse querer. Ver el miedo, el egoísmo, la hipocresía, en cada entonación.
La puerta se abrió.
-María, puedes pasar.
El despacho estaba ordenado y limpio. Joan, el psicólogo, me invitó a sentarme. El sofá era idéntico al que había en la otra sala. Él se sentó en un sillón justo enfrente de mí. El sillón parecía cómodo.
-Bueno, María. ¿Qué puedo hacer por ti?
-Quiero que me enseñes a mentir. 
Volví a oír los pasos atravesando el techo y me pregunté por qué no era yo la dueña de aquellos pasos.

lunes, 28 de marzo de 2016

Tengo enmarcado mi silencio


  Se rompen los cristales y los espejos, las tormentas y los sueños. Nacen las luces del día y mueren las flores de un día.

Me metieron en la misma celda que estuve hace treinta años. Víctor el chico de la celda 4, se pasó la primera noche golpeando la puerta metálica y gritando desesperadamente. Yo intentaba taparme los oídos con los dedos para no oír sus lamentos mientras sentía una enorme pena por él y por mí. Me recordó a mí cuando tenía su edad y estaba encerrado en esa celda.

Mordemos la tristeza porque no tenemos tiempo, secamos al sol las sábanas que mojamos. Abrimos las puertas para que entre la música, cerramos corazones porque están helados.  

El hombre rubio de la celda 7 le gritaba que se callase de una maldita vez. Como si el silencio fuese algo bueno.
Los dos rumanos, ambos en diferentes celdas, hablaban entre ellos en su idioma, cuando nos llevaron a todos a declarar, pude verles las caras en aquella minúscula celda de Vía Alemania, con aquellas paredes llenas de pintadas y sangre y aquel olor nauseabundo a podrido.

Rozamos nuestra nariz con el frío, estornudamos cuando un mal pensamiento nos sopla. Descolgamos teléfonos que no marcamos. Encontramos la manera, nos quedamos y nos fuimos. Inventamos el escenario, los personajes y la banda sonora.

A los chicos rumanos la policía les había dado una buena paliza. Uno de ellos, el mayor, tenía la cara destrozada. Al otro le habían abierto la frente.

Suenan las notas de una canción, aplaudimos con la mirada y nos fundimos en besos. O en negro.
Construimos sin plano y sin plano borramos. Apartamos ropa con los dedos y el pelo de la nuca, besamos gestos según la hora del día, corrimos pisando charcos y aparcamos coches en carreteras perdidas.

En el furgón policial que nos trasladó a los juzgados, yo fui esposado junto al más joven de los rumanos. Víctor, el chico que lloraba y pataleaba y moría por que le sacasen de allí, me preguntó dónde había estado todo ese tiempo. Dijo que no me había oído. “En la misma celda en la que estuve hace treinta años”, le contesté. Me gané su respeto con ese silencio de pared. Con esa forma de estar aterrado, pero elegante. Una cierta simpatía silenciosa. Un dolor apagado con la potencia de una bomba.
Pero cuando el juez decretó mi libertad sin fianza, y salí de allí con todas mis pertenencias en una bolsa de plástico con mi nombre mal escrito, los pantalones manchados de orina, y aquellas terribles ganas de fumar, me eché a llorar en plena calle , mientras intentaba encordar mis zapatos, mientras intentaba reconstruir lo poco que quedaba de mí. Y nadie, absolutamente nadie, me estaba esperando.

No hay cartas en el buzón escritas con su letra desordenada. Esa frase que te ha dicho está haciendo fuego en tu estómago. Saber si sonríe con tu respuesta sin oír el temblor de su voz.
Escribir sobre el sonido de sus pasos hacia la cama. Soñar con que te escribe un guiño en un posavasos.
Querer prepararle café aunque eso te situé en desigualdad. Encontrarte frente a frente con él ante el espejo y ver un reflejo de complicidad.
Poner una canción y no necesitar explicarla.                 


domingo, 27 de marzo de 2016

Siempre acabas pagando la cuenta

El libro termina en un callejón en la peor parte de la ciudad.
De todos los amores, basta con el matrimonial, y en cuanto a los hijos, solo con los nacidos.
Importa más quién te conoce que a quién conoces.
Los viajes, solo si son al extranjero.
Los vínculos, sí, pero sin el porqué.
Las cosas que dices que harías y nunca harás.
Las promesas que haces por hacer.
Y las condecoraciones sin el mérito.
¿Qué sabrás tú de ser adulto? –le pregunté.
Encendí un cigarrillo haciendo pantalla con la mano, luego me quedé tosiendo un momento–.
En serio, creo que no sabes una mierda, y es mejor así. Ser adulto no es más que el interminable proceso de ir perdiendo todo aquello que te importa.
Naturalmente, una vez que alcanzas cierta edad, una vez que eres lo bastante mayor para considerar el mundo, no tienes más remedio que beber. Una vez que comprendes que vives en la edad de mierda, no te queda otra.
Al atardecer renuncié.
Ahora soy un capítulo.
Se te rompe el alma, se te rompe el cuerpo. Ya estás preparado para odiarme.
Estoy llena de decepciones y mentiras.
Me colocaba en silencio en su linea de visión.
Poco después la policía lo pescó desnudo tratando de alcanzar una estrella por la calle.
Tres días después lo encontraron ahorcado de una reja en una de las callejuelas inmundas que daban al Sena.


sábado, 26 de marzo de 2016

Es demasido vieja para él

.
Es demasiado vieja para él, piensa. Luego vuelve a la cama, se acuesta, no tarda en darse cuenta de que todo el sueño que tenía acumulado se ha evaporado. Pero no quiere encender la luz. Durante mucho rato, se dedica a pensar. Piensa en mujeres, piensa en viajes. Finalmente se duerme. Durante la noche, en dos ocasiones, se despierta sobresaltado. A la tercera vez ya está amaneciendo. Entonces enciende la luz y durante un rato, sin salir de la cama, se dedica a fumar y a leer.
..

Esa mañana vuelve a la playa, se baña durante un rato en un mar en donde no hay nadie. El resto del día transcurre como entre brumas. El mar está revuelto: durante un rato contempla las olas que se estrellan. Un pescador que está cerca le dice que no es un buen día para bañarse. Hay cosas que se pueden contar y hay cosas que no se pueden contar, piensa, abatido. Para la mayoría de los peces (excepto para los peces voladores), el infierno es la superficie del mar. Mientras piensa que precisamente ahora hay más motivos que nunca para reírse.

En el fondo del mar no encuentra arena, sólo rocas, rocas que se sostienen unas en otras, como si aquel lugar fuera una montaña sumergida y él estuviera en la parte alta, iniciado el descenso, el precio que tiene que pagar por existir.

Pero ya es demasiado tarde. El Mustang sube por la avenida y él saca de un bolsillo la tarjeta que días atrás le diera un recepcionista. El picadero se llama Las Vegas, dice. Pedro conduce y va sentado junto a Sergio, busca el rostro de Pedro en el espejo retrovisor y no lo encuentra. Así que van a Las Vegas y durante un rato beben y bailan con chicas. Su pareja es una mujer de grandes pechos que parece preocupada o enfurruñada por algo que jamás podrá comprender. Hablan (de hecho hablan sin parar) de los tiempos pasados. Del valor. De mujeres. De boxeo, y de temas que no le interesan o que, al menos, no le interesan en ese momento. El edificio es de ladrillo y madera, carece de ventanas y en el interior hay un juke-box con canciones de Elvis Presley y Manolo Escobar. De pronto siente náuseas. Sólo entonces, mientras se separa y busca un lavabo o el patio trasero o la salida a la calle, se da cuenta de que ha bebido demasiado. También se da cuenta de algo más: unas manos no le han permitido salir a la calle. Temen que me escape, piensa. Luego vomita varias veces en un patio abierto en donde se acumulan cajas de cerveza y en donde hay un perro atado, y tras aliviarse se pone a contemplar las estrellas. No tarda en aparecer junto a él una mujer. Su sombra se recorta más oscura que la noche. Tiene una voz joven y aguardentosa. La puta se arrodilla a su lado y le abre la bragueta. Entonces comprende y la deja, hacer. Cuando acaba siente frío. La puta se levanta y él la abraza. juntos contemplan la noche. Cuando dice que quiere volver, la mujer no lo sigue. Vamos, dice, tirando de su mano, pero ella se resiste. Entonces se da cuenta de que no ha visto apenas su rostro. Es mejor así. Solo la he abrazado, piensa, ni siquiera sé cómo es. Antes de volver a entrar se da la vuelta y ve que la puta se acerca al perro y lo acaricia. Eso es todo. Elvis canta en el juke-box,

viernes, 25 de marzo de 2016

Parece mentira



Parece mentira, mi padre nació en el barrio de los Recogidos. El nombre brilla como la luna. El nombre, abre un camino en el sueño y el hombre camina por ese sendero. El sendero de llegada o de salida del infierno. A eso se reduce todo. Acercarse o alejarse del infierno. Cuando perdimos, me contó mi madre, cambiaron el nombre al barrio por “El tiro nacional”.

He abierto los ojos en la oscuridad. Con lentitud abrí los ojos en la oscuridad total y solo vi o imaginé aquel nombre: barrio del Tiro Nacional, fulgurante como la estrella del destino.

Mi padre fue un cantante renegado. Pobre como las ratas, apareció una noche por Jaén cantando en tabernas y burdeles. Algunos creyeron que era un agente de los servicios secretos, pero en realidad no era más que otro republicano, mi madre evitó que lo mataran escondiéndolo en “La casa del pueblo”. Vivieron juntos cuatro meses, hasta donde yo sé, y luego mi padre desapareció.

Él siguió deslizándose hasta desaparecer, hasta no dejar rastro. Estaba solo y se movía entre las masas afiebrado y sin amor, lleno de pasión y vacío de esperanza. Cuando nací me pusieron por nombre José, pero siempre me han llamado Colorín. A mi padre lo llamaban El Niño Colorín y así fue como mi madre me inscribió en el registro civil. Todo legal. José Colorín. Hasta fui bautizado en la fe católica. Mi madre, sin duda, era una soñadora.

Todos los sueños son reales. Me parece que nunca, ni en los peores años, rechazó la posibilidad de ser feliz. Fue camarera, vendió sangre, hizo de puta. Siempre buscando el hueco, deambulando por la ciudad enganchada, cada día más delgada.

Esa noche echaron a rodar los dados por la Séptima Avenida.

Algo cambió para siempre aquella madrugada. El sonido del rayo y la lluvia sobre los cristales. Se estableció, como la peste, el vínculo de la amistad.

El que mejor daba la talla de muerto y el que mejor daba la talla de ausente. También fue el único que sobrevivió en 1949, el único que salió de la prisión provincial de Jaén doce años después, sólo quedaba con vida el Niño Colorín, los demás habían sido asesinados o se los había llevado por delante la enfermedad.

Y sin embargo no hubieran sabido explicar qué era lo que no les gustaba de él, sólo intuían vagamente que era un tipo capaz de atraer la mala suerte y causar desazón en los corazones. Pero los militares y policías corruptos, qué debió pensar de ellos, por las noches, después de alguna reunión agitada. Monos con uniformes, ni más ni menos. Esos monos patéticos e infames. Y en el aire las palabras del comisario de policía, del teniente de aviación, del coronel del Servicio de Inteligencia Militar: queremos lejos a ese pájaro de mal agüero. Supongo que estar con el Niño Colorín era como estar en ninguna parte.

Muchos años después, cuando ya todos estaban muertos, busqué a mi padre. Vivía en un apartamento minúsculo, de una sola habitación, en una calle que daba al mar, en Palma. Trabajaba de camarero en el restaurante de un policía jubilado, el lugar ideal para alguien que temiera ser descubierto. De la casa al trabajo y del trabajo a casa, con una breve escala en una tienda de vídeos donde solía alquilar una o dos películas cada día. Todos los días puntual como un reloj. De su apartamento sin ascensor al restaurante y de allí, entrada la noche, a su apartamento, con las películas bajo el brazo. Lo busqué por capricho, porque me dio la vena. Lo busqué y lo encontré en 1979, fué fácil, no tardé más de una semana. El Colorín tenía entonces cuarenta y nueve años y aparentaba diez más. No se sorprendió al llegar a casa y encontrarme sentado en la cama. Le dije quién era, le recordé a mi madre. El Colorín cogió una silla y al sentarse se le cayeron los vídeos. Siempre fuiste un niño listo, dijo, cuando eras pequeño nunca te hice daño. ¿Lo recuerdas? nunca traicioné a nadie, nunca maté a nadie. Luego recogió las películas del suelo, y se echó a llorar. No llores, le dije, no vale la pena. Un padre de la patria, corroboró el. Tenía razón. Durante mucho rato permanecimos en silencio: sólo quería verlo y recordar mi pasado, la felicidad desapareció en algún lugar de la tierra y sólo queda el asombro. Un asombro constante, hecho de cadáveres y de personas comunes y corrientes. Pero ni siquiera puse mi mano en su hombro. En el barrio de los Recogidos no hubo nadie como tú, dije. Luego me levanté con mucho cuidado y me marché.







jueves, 10 de marzo de 2016

En mis zapatos



Cuando tenía 18 años fuí detenido por un atraco en el que no participé, mis dos amigos los que lo habían cometido, corrieron más que yo. A mi me detuvieron y me dieron dos palizas que casi me matan. Esposado y desnudo. Con la humillación convertida en broma. Y no canté. Asumí todo. Cargué con todo. Mis amigos murieron tiempo después de sobredosis. Yo seguí siendo el hombre que era. Un tipo de barrio, alguien que creía en la lealtad por encima de todo. Alguien que sabe quién está de su lado y quién no.

Hoy sigo creyendo en ello. He pasado el fin de semana en comisaría. He revivido todo aquello. Y, a pesar de todo, no diré nada. No delataré a nadie. No mandaré a la cárcel a nadie. Porque yo, a diferencia de otros, sí soy un hombre. Imperfecto. Loco. Equivocado. Y no un cobarde asqueroso. No un cobarde que elude pagar por sus pecados.

Los zapatos te los has de encordar solo. Y en silencio. Sin gritar. Son tus zapatos.

Echo de menos la época en la que sabía dar un puñetazo, correr sin miedo y mantener el pulso firme. La época en que las cosas no eran ni buenas ni malas, y las noches eran días, y los días una habitación pequeña. Echo de menos la época en la que no sabía llorar y era capaz de mirar a un juez a los ojos y negarlo todo.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Despacio y hacia abajo



¿Recuerdas comó nos fascinó aquel sol y las sombras que creaba?

Te quiero. Y tardaré un tiempo en dejar de hacerlo. En cuanto se me acabe el odio.

No encontraba el teléfono y recuerdo haber tropezado con algo mientras lo buscaba entre aquel montón de ropa tirada en el suelo, estaba enferma y muerta de frío. La fiebre me había hecho pensar en cosas terribles. Tenía la esperanza de que fuese él el que llamara, pero cuando oí su voz al otro lado de la línea pensé que debía estar delirando a causa de la gripe salvaje que había llegado a mi vida para hacérmela aún más difícil.

Tardé un buen rato en darme cuenta de que la cosa iba en serio; de que era él el que había llamado para decirme que quería verme.¿Por qué cojones quería verme?

Se había largado de mi vida y me había dicho cosas impensables tan sólo dos meses atrás. Impensables para los dos, quiero creer.

Así que le dije que viniese, pero que estaba enferma; que podía resultar cualquier cosa de ese encuentro, pero que trataría de escucharlo por los viejos tiempos y que apartaría el odio y el amor para que todo fuese sobre ruedas.

Le abrí el portal y la puerta de la casa y me volví a la cama. Arropada hasta el cuello no podía dejar de mirar a la puerta de la habitación esperando verlo aparecer. Lo que vino después quedo envuelto en sudor y temblores; ganas de vomitar y rabia. Como una pesadilla llena de placer y dolor.

Entró sin decir nada, me destapó, me bajó el pantalón del pijama, las bragas y me hizo sexo oral hasta que perdí el conocimiento.

Me desperté ocho horas después, a las cuatro de la mañana, aterida de frío. Estaba destapada y había una sutil corriente que venía del pasillo.

Me levanté a duras penas y cerré la puerta de casa.

Escucho a Nick Drake y estoy en aquellas vías de tren, con aquel sol cabrón tan hermoso, escucho a Drake y huelo a él.

martes, 8 de marzo de 2016

Algo de poesía



Lionel trabajaba en un restaurante y David en una pizzeria, y de vez en cuando se metían un chute de caballo. Los conocí en el noventa y cinco, trabajando de camarera en el restaurante de la mujer de mi padre en Cala Bona. Eso no iba conmigo. Lo de los chutes. Yo andaba entonces con el alcohol. Y también con el cansancio tras horas de servir espaguetis y croquetas y tortillas y hamburguesas.

Solíamos ir a una playa, de noche, para que ellos pudieran viajar en su nubecita tranquilamente, sin que nadie les viera y yo cuidara de ellos mientras hacía de las mías con mi botella de whisky. A veces nos bañabamos en pelotas. Siempre antes de los chutes. Luego hablábamos un rato, mientras preparábamos las cosas. Eran momentos de paz y elegancia dentro de aquel mundo ridículo de manteles y órdenes y comandas y propinas y malas caras.

Aquello no iba conmigo, pero allí estaba yo. Así son las cosas. No siempre una decide sobre su vida. A veces la vida decide sobre una.

Lionel y David se metían sus chutes y se quedaban tirados en la arena. Y yo me quedaba escuchando cómo morían las olas a mi alrededor.

Eso también era elegante. Casi poético, si me hubiese gustado la poesía. Pero no me gustaba. No veía poesía a mi alrededor. Allí no había poesía. En la cocina no la había, en las terrazas no la había. Ni siquiera en la playa la había. La noche no traía poesía.

Le dije a Lionel que no se bajase del coche. Casi se lo ordené. Pero aquel puto francés tenía más huevos que cerebro, así que se bajó y le dió una paliza a aquel chico que le había retado. David y yo nos quedamos en el coche, hablando. No. No había poesía por allí.

Unos meses después me largué sin despedirme de nadie. Cogí mis cosas y me largué. Eso hice. Irme a otro sitio. Buscando algo de poesía en mi vida. Pero no la encontré. Ahora sé que estaba allí. En aquellas olas moribundas. En aquel último vistazo que di.

sábado, 5 de marzo de 2016

Tienes todas las de perder



Pasa el tiempo. Pasan los días y los tornados y las cosas insignificantes que se hacen grandes y todo rueda y hay preguntas y calor y sexo y todo rueda. Y hay más tornados, más preguntas, más cosas insignificantes que se hacen grandes. Y preguntas. Y llega un día. Una noche. Y otro día. Otro tornado.

Y llega el día. El día con su noche. El gran día con su gran noche en la que no hay tornados sino huracanes que arrasan con todo sin posibilidad de reconstrucción. Y acabas durmiendo en la parte trasera del coche. Y después todo es desierto.

En realidad no quería acostarme con él. Pensaba en dormir y sabía que no podría hacerlo si él se quedaba después de echar el polvo. A la mayoría les encanta eso, quedarse a dormir. Es como si al hacerlo accediesen a una parte de tu intimidad que los va a convertir en reyes. Y por supuesto su reino serás tú. Son esas horas con futuro. Esas horas en las que les da por pensar que igual se ha acabado eso de ir de cama en cama. Que tú eres eso. Exactamente eso que tienen en la cabeza. Pero yo no quería que en esa parte de mi vida entrase nadie. Me refiero ese momento de indefensión total que es el dormir. En ningún momento del día estás más expuesta que cuando duermes. Es más intimo que follar.

El chico tenía problemas. Lo supe en cuanto nos metimos en la cama.

_¿Qué es lo que más te gusta de mí?_preguntó

Me quedé callada. Dejé de manosearle y me tumbé a su lado. Había perdido las ganas casi por completo. Y además estaba borracha. Y además sonaban The Doors. Una de sus peores canciones.

_No puedo follar_dijo él.

_Pero me has arrastrado fuera del bar como si solo pudieras hacer eso.

_Pareces especial_dijo_pareces diferente.

Me moría de ganas de fumar.

_¿Sabes lo qué más me atrae de ti?_dijo él.

_Sí: mis ojos.

_No_dijo él_.Tu nariz. Me da morbo tu nariz.

Encendí un cigarrillo.

_Yo tampoco puedo follar contigo. Eras el novio de mi amiga.

_Hace un año que cortamos_dijo. Luego cogió mi cigarrillo y le dio una calada.

_No podría follar contigo y con ella a la vez. Es mi amiga ¿Lo entiendes?

Miró hacía la ventana. No había nada que ver. El edificio de enfrente, lleno de gente haciendo cosas estúpidas.

_Ojalá hubieses estado entonces. Cuando pasó todo_dijo.

Estoy ahora, cuando aún sigue pasando.

jueves, 3 de marzo de 2016

No hay sitio al que ir



No hay sitio al que ir. Me siento vacía y sola la mayor parte del tiempo.

El pasado me golpea.

A veces veo a la gente deambular sonriendo, me imagino subida a una roca, en lo alto de la montaña. Me veo volando; cayendo en picado, sintiendo el primer sol del día guiando mi trayectoria hacía el fin.

Sé lo que es el terror, la violencia extrema y gratuita; la banal crueldad.

A veces he de cerrar los ojos mientras me ducho para no marearme; para no perder de vista el mundo; para que no se libre de mí.

Desearía borrar de mi vida a todos los hombres que he conocido.

Desearía ser injusta y desayunar sola. Mataría por dolor.

Odio a mi padre y lo echo de menos. Odio a mi madre y la echo de menos.

Sé que hay personas que me quieren. Pero también sé que no me quieren a mí; no pueden hacerlo porque estoy en construcción; porque ni yo misma sé que forma tendré.

Y sigo vagando por este mundo sin saber porqué, para qué, y hasta cuándo.

Pero aún así, y a pesar de todo, soy. Aún.