martes, 8 de marzo de 2016

Algo de poesía



Lionel trabajaba en un restaurante y David en una pizzeria, y de vez en cuando se metían un chute de caballo. Los conocí en el noventa y cinco, trabajando de camarera en el restaurante de la mujer de mi padre en Cala Bona. Eso no iba conmigo. Lo de los chutes. Yo andaba entonces con el alcohol. Y también con el cansancio tras horas de servir espaguetis y croquetas y tortillas y hamburguesas.

Solíamos ir a una playa, de noche, para que ellos pudieran viajar en su nubecita tranquilamente, sin que nadie les viera y yo cuidara de ellos mientras hacía de las mías con mi botella de whisky. A veces nos bañabamos en pelotas. Siempre antes de los chutes. Luego hablábamos un rato, mientras preparábamos las cosas. Eran momentos de paz y elegancia dentro de aquel mundo ridículo de manteles y órdenes y comandas y propinas y malas caras.

Aquello no iba conmigo, pero allí estaba yo. Así son las cosas. No siempre una decide sobre su vida. A veces la vida decide sobre una.

Lionel y David se metían sus chutes y se quedaban tirados en la arena. Y yo me quedaba escuchando cómo morían las olas a mi alrededor.

Eso también era elegante. Casi poético, si me hubiese gustado la poesía. Pero no me gustaba. No veía poesía a mi alrededor. Allí no había poesía. En la cocina no la había, en las terrazas no la había. Ni siquiera en la playa la había. La noche no traía poesía.

Le dije a Lionel que no se bajase del coche. Casi se lo ordené. Pero aquel puto francés tenía más huevos que cerebro, así que se bajó y le dió una paliza a aquel chico que le había retado. David y yo nos quedamos en el coche, hablando. No. No había poesía por allí.

Unos meses después me largué sin despedirme de nadie. Cogí mis cosas y me largué. Eso hice. Irme a otro sitio. Buscando algo de poesía en mi vida. Pero no la encontré. Ahora sé que estaba allí. En aquellas olas moribundas. En aquel último vistazo que di.

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