Hubo un momento. Un pequeño y luminoso momento. Con una luz
poderosa. Y luego él murió. Y yo hice lo que me habían pedido. Exactamente como
todos querían. Dejé aquellas flores blancas allí y no lloré hasta que llegué a
casa. Como querían. Y ahora soy quince años mayor.
Y todo, absolutamente todo, pasa por encima de mí.
Los pasos cesaron y ya sólo podía oír mí respiración y un
murmullo de voces que me llegaba del otro lado de la puerta. Otro infeliz,
pensé. Otro que no se miente. Porque eso es la tristeza: verte tal cual eres.
Sin fingimientos. Sin mentiras. Sin ocultamientos. Ver la mentira de los demás
como guiones separando cada sílaba de cada palabra con la que intentan hacerse
querer. Ver el miedo, el egoísmo, la hipocresía, en cada entonación.
La puerta se abrió.
-María, puedes pasar.
El despacho estaba ordenado y limpio. Joan, el psicólogo, me invitó a sentarme. El
sofá era idéntico al que había en la otra sala. Él se sentó en un sillón justo
enfrente de mí. El sillón parecía cómodo.
-Bueno, María. ¿Qué puedo hacer por ti?
-Quiero que me enseñes a mentir.
Volví a oír los pasos atravesando el techo y me pregunté por qué no era yo la dueña de aquellos pasos.
Volví a oír los pasos atravesando el techo y me pregunté por qué no era yo la dueña de aquellos pasos.
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