lunes, 14 de septiembre de 2015

Sonreías como si nunca te hubiera ido mal



Es la caída, en vez de las volteretas perfectas lo que expresa la verdad.

Podía ocurrir cualquier cosa, incluso cuando llegabas con media hora de adelanto y decidías matar el rato en el bar de la estación, podías perder el tren. Como hoy habías perdido el tren anterior... de hecho habías perdido tres trenes.

Fragmentos de melodias te venian a la cabeza y luego desaparecían como luces amarillas en las ventanas.

Cargabas tu soledad a cuesta como el estuche de un instrumento.

Después de los bolos. Después de hablar con los fans y quizá algún amigo que estaba de paso, después de entrar en un bar y quedarte el último, después de llegar dando tumbos a tu habitación, después de buscar las llaves y oirlas arañar cerraduras silenciosas, después de todo eso, por tarde que fuera, siempre llegaba el momento en que te apetecía continuar hablando, escuchar el tintineo de una copa, pegabas algunos tragos y te sentabas en calzoncillos a tocar lo más flojo posible.

Donde quiera que mirases era otoño o invierno.

Quizá el mar, el océano, atraiga a los exiliados.

Tocabas baladas tan lentas que se oía el peso del tiempo cayéndoles encima.

Sentado al borde de la cama tocando flojito.

No fue hasta que nos hicimos amantes cuando me di cuenta lo que hacía especial tu forma de tocar.

Al principio cuando tocabas así, después de hacer el amor, perdida al borde del sueño, había creído que tocabas para mi. Luego comprendí que tú nunca tocabas para nadie más que para tí mismo.

Cada vez que tocabas una nota se despedía de mí.

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