jueves, 9 de junio de 2016

El último salvaje


Me dejé ir, lo tomé en marcha y no supe nunca hacia dónde hubiera podido llevarme.
No sé. Me dejé ir, pensé que era una pena acabar tan pronto, pero por otra parte escuché aquella llamada misteriosa y convincente.
O la escuchas o no la escuchas, y yo la escuché, y casi me eché a llorar. Entonces, pese al miedo, me dejé ir.

Los muchachos mallorquines se suicidaron en el balcón a las cuatro de la mañana las chicas se asomaron al oír el primer disparo. Un tipo que escucha las noticias dentro del coche. El amanecer sobre los edificios alineados. 
Salí de la última función a las calles vacías. No tenía adonde ir. Durante mucho tiempo vagué por los alrededores del cine buscando una cafetería, un bar abierto.Todo estaba cerrado, puertas y contraventanas, pero lo más curioso era que los edificios parecían vacíos, como si la gente ya no viviera allí. No tenía nada que hacer salvo dar vueltas y recordar pero incluso la memoria comenzó a fallarme. 
Las calles estaban vacías. Tenía frío y en mi cerebro se sucedían las escenas de «El Último Salvaje». Una película de acción, con trampa: las cosas sólo ocurrían aparentemente. 
En el fondo: un valle quieto, petrificado, a salvo del viento y de la historia. Las motos, el fuego de las ametralladoras, los sabotajes, los 300 terroristas muertos, en realidad estaban hechos de una sustancia más leve que los sueños. Hasta que la pantalla volvió al blanco, y salí a la calle.
Recordé noches sin estrellas. Estoy en el lugar donde sólo se ve con la punta de los dedos, pensé. 
Había ido a ver «El Último Salvaje» y al salir del cine no tenía adonde ir. De alguna manera yo era el personaje de la película. 

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